Me gustan los árboles.
Considero indispensable, incluso diría que obligatorio, la existencia
de árboles en cualquier población urbana.
Más que nada porque los árboles estaban antes que las ciudades, antes
de tanto cemento, ladrillo y asfalto.
Los árboles, da igual la especie, tipo de hoja, si florece, o da frutos,
dan color a la ciudad, cobijo a los
pájaros, y sobre todo sombra, tan buscada y deseada los días de pleno verano,
por lo menos por mí.
Quizás por eso, elegí el texto titulado “Árboles” de Mario Benedetti
para leer, entre otros, en mi primer paseo literario.
Tuvo lugar en el Parque Moret de Huelva, y fuimos dando un paseo parándonos
en los lugares que nos parecían más idóneos para nuestra lectura. Fue una
experiencia muy enriquecedora y espero repetir más veces.
Mario Benedetti – Vivir adrede
“Árboles”
La modestia de los árboles es infinita. Cuando la
brisa matinal los acaricia, ellos dejan caer dos hojas tiernas, y cuando el
vendaval los agrede sin piedad, endurecen sus ramas como rejas. Su tronco recobra
entonces la solidez de su origen, y el temporal se aleja, con lluvia de vencido.
En la paz los árboles reviven, detectan con
curiosidad sus diferencias, comparan sus follajes y dan la bienvenida a los
pájaros, esos hermanos traviesos que les traen noticias de otros frondosos colegas.
Por supuesto, están también las cigüeñas y las lechuzas de campanario, a las
que poco les importan los árboles. Los miran desde lejos sin mayor interés, y
los robles y los cipreses, los álamos y los ombúes, buscan consuelo en sus
viejas raíces.
Los humanos, en general, se llevan bien con los
árboles, con su sombra protectora, con su frescura. Se llevan bien, salvo los
leñadores, que por oficio son los asesinos de los árboles y éstos les temen más
que al rayo.
Allá en la copa, que es su merecido lugar cerca del
cielo, está el pájaro gris, o quizá azul o quizá rojo, con sus alas plegadas y
su pico entreabierto. Yo sé que me está diciendo fechas, pronósticos, tal vez
alarmas, pero no le entiendo porque no conozco el idioma de los pájaros, y no
le respondo porque él no conoce el idioma de los hombres.
Por tanto, el árbol asiste silencioso a esta
incomunicación de las vidas y entonces yo decido estirar mi brazo izquierdo y
me apoyo en su tronco solidario.